evasantanalópez
RELATOS
"Cuéntame un cuento" canción de Celtas Cortos.
— ¿Mamá, yo soy tonto? A los once años estaba convencido de ello, pero aun así necesitaba que mi madre me respondiera que no, que no era cierto, que yo era el niño más listo del mundo. Y, sin embargo, ella no hizo nada de eso. Se limitó a hablarme, de manera un tanto enigmática, del Club de los Trastocados. Era un día cualquiera, mientras estaba atareada envolviendo el bocadillo para el colegio y preparando el almuerzo para mí y para mis hermanos: —Sí, bueno, verás… hijo…—contestó mientras realizaba tres tareas a la vez. Me temí que soltaría una de sus charlas y solté un gruñido mientras me levantaba, ya arrepentido por haber preguntado, para abrir la puerta de la cocina y dejar que entrara el gato. De camino, hice una tirada a la peonza que cayó rodando al suelo, asustando al pobre Botones que entraba en ese momento y que salió, despavorido ante el ruido. Luego me detuve frente a la nevera para coger la leche. Segundos después olvidaba qué andaba buscando: — ¿Buscas el vino? ¿Para desayunar?—me soltó mi madre, sin piedad, sacándome de mi estado de ensimismamiento y haciéndome caer en la cuenta que era la leche lo que buscaba. — ¿En la puerta de la nevera?, ¿Dónde siempre, tal vez?— se adelantó, de nuevo, irónica al ver que tardaba demasiado frente a la puerta abierta del frigorífico mientras dejaba escapar el frío. Cuando por fin le enseñé el brik, replicó triunfante: — ¡Qué listo es mi niño! ¿Ves? Ya he contestado a tu pregunta. Y ahí zanjó la cuestión sobre si era tonto o no. No me hizo gracia. Le expliqué que el tutor del colegio decía que estaba trastocado, o algo parecido, que me costaba fijar la atención y que de seguir así, además de acabar con su paciencia, iba a suspender de nuevo. Y añadí: — Mamá no es broma. — ¿Y no te ha explicado nada más del “Club de los trastocados”? — preguntó mi madre sin inmutarse por las malas notas y la paciencia- o más bien, la poca paciencia- de mi tutor. Tampoco pareció darse cuenta de la leche desparramada dentro y fuera del vaso. —Es un Club de Superhéroes del que tú y algunos más formáis parte—. Debería haber dicho “formamos” porque ella también tenía las cualidades que yo heredé y que nos conferían el carácter de los miembros del Club. Pero no quiso robarme el protagonismo de la escena. —Te puedes encontrar con héroes que tienen todo tipo de poderes: los que tienen el poder de escribir del revés, “los Superdisléxicos”; los que tienen el poder de hacer muchas cosas al mismo tiempo sin cansarse, “los Superactivos”; o los que cómo tú, tienen el poder de variar su concentración a menudo. A mí ese Club me pareció una birria y ni tan solo me animaron los superpoderes que me describió: — Hay niños que a veces enerváis un poco a los profesores, cierto. Pero… ¿Te parece poco poder? ¡No les dejáis indiferentes! Sois niños que no vais por ahí con una capa, ni leggins o el calzoncillo por fuera, pero créeme que tenéis poderes como el de ver la solución cuando todo está embrollado, por ejemplo. Es como si tuvieras un mapa de los problemas y los vieras desde arriba, de modo que te es fácil encontrar un camino para salir de ahí. Mientras otros se atascan, tú encuentras una idea para salir del atolladero. Mi madre usaba palabras que no entendía, como atolladero, y en consecuencia, yo ya había desconectado de su discurso. Nada más había retenido lo de “enervar a los profesores” y me disponía de nuevo a abrir al gato – que ahora quería salir y no, entrar- y darle otro meneo a la peonza, olvidando mi pregunta sin respuesta. Ella se sentó frente a mí, me buscó la mirada con sus ojos de miope y consiguió captar mi atención de nuevo. Luego prosiguió: —Los niños como tú, no solo tenéis grandes ideas. Además, tenéis sentido del humor, os preocupáis mucho por la familia, estáis siempre dispuestos a ayudar, sois muy creativos… Mi madre siguió enumerando “superpoderes” pero yo ya no escuchaba. En ese momento me preocupaban más los lametones que daba mi gato al charquito de leche que se había formado en el suelo y que se había encontrado tan afortunadamente de camino a la salida. De pronto mi madre lanzó un aullido: — ¡Uuuuu, no puede ser! Si ya son menos cinco… Eran casi las nueve y con tanta charla iba a llegar tarde al cole, de nuevo. Además, se había quemado el almuerzo y la casa empezaba a oler a chamuscado. Mamá se fue corriendo a sus sartenes y yo a recoger la mochila que, aunque pesaba demasiado con tanto libro, me pareció más ligera que el día anterior. Tal vez fuera que, si bien el discurso no me había convencido del todo (aún tardaría unos años en asumir que los de “mi Club” también teníamos grandes cualidades), mi madre había planteado una duda razonable sobre la cuestión de si era tonto o no. Y eso, en un niño de once años, ya era mucho. Le di un fugaz beso de despedida y salí volando, con mi capa invisible, hacia el colegio. Segundos después, oí como me gritaba por el hueco de la escalera: — ¡Hijooooo, el bocadillo! Premio: https://www.facebook.com/notes/the-art-factory-inc/fallo-del-ii-certamen-derelato-breve-the-art-factory-inc/1765060303794379/.
SUPER HÉROE
Relato premiado en el II Concurso de Relato Breve organizado por la Asociación Española de Escritores y Artistas Españoles y la ONG The Art Factory Inc (para la inclusión social a través del Arte). Segundo premio.

LAS MARCAS DEL CONFINAMIENTO
Relato finalista en el XV Concurso “José Luís Gallego”.
–Te lo dije. Manolo murmuró sus tres palabras sin levantar siquiera la vista del Marca, el diario deportivo que subía consigo todas las noches a casa por gentileza del dueño del bar “Los toledanos” que se lo acercaba junto con un carajillo, mientras hacía bailar el palillo entre los dientes. Manolo lo doblaba en forma de canutillo y con el diario así enrollado se golpeaba suavemente y de forma distraída la palma de la mano, mientras miraba de soslayo la máquina tragaperras situada entre la salida y los servicios. Se quedaba bebiendo, atento a los ruidos que sonaban cuando los parroquianos le introducían sus monedas. Cuando consideraba que era el momento, es decir cuando la máquina llevaba un rato sin escupir ningún premio gordo, se levantaba y echaba cinco o seis euros. En ocasiones, la suerte se ponía de su lado y el cajón vomitaba monedas sin parar. Otros días, se conformaba con llevarse el Marca y se alejaba por la Avenida de las Águilas hacia su piso, frustrado, pero con ese aire de hombre de mundo que le confería el diario enrollado bajo el brazo. Sin embargo, el diario que hoy ojea es el del 12 de marzo de 2020 y el titular de portada avanza una noticia funesta “ Hoy se debe suspender la liga”. Efectivamente, dos semanas después, en la televisión solo hablan del Coronavirus y el futbol y el bar, sus dos únicos entretenimientos han pasado a la historia. Quince días sin salir de casa y sin ir al trabajo del que le han despedido “provisionalmente”. Un ERTO lo llaman. Ya se verá. Las cosas no iban bien antes del confinamiento y nadie le ha dicho lo que pasará cuando regrese eso que llaman “la nueva normalidad”. Más de quince días ojeando las mismas páginas del diario mientras en el televisor reproducen las tertulias de un sempiterno canal deportivo que él escucha sentado en un sillón desfondado por sus noventa kilos, esperando a que su mujer lo llame para cenar. –Algún día habrá que cambiarlo– piensa en referencia al sillón. Pero el dinero nunca alcanza para ningún extra. Ni siquiera con la paga de verano: tres semanas en Benidorm y ya se había gastado. Y en Navidad, cuatro días de comilonas familiares y el dinero adicional había volado. La casa envejecía con ellos: los desconchones en el baño, la pintura amarillenta del comedor, la nevera con más escarcha que frío y el sillón hundido. Así era su vida: sobrevivir para envejecer. Sin alicientes, yendo todo a peor y encima agradeciendo el tener un mínimo de salud, de dinero y de compañía. Por eso, esperaba con ansia que la máquina tragaperras le diera una alegría. Como hace años, cuando descargó para él el premio gordo: cientos de monedas de un euro que cayeron en cascada durante más de un minuto, al ritmo de una música alegre. Invitó a una ronda a los compañeros y aún le quedó dinero para invertir en el primer plazo de un nuevo televisor. Pero, desde entonces, salvo algún premio menor, la máquina no había vuelto a sonar para él. La rutina de su mujer durante el confinamiento es bien distinta. Ella sí sale a la calle, bien protegida por una mascarilla confeccionada por ella misma con un viejo retal de tela . Al llegar al hospital se pone el uniforme de trabajo, otra mascarilla —esta vez quirúrgica—, añade unos guantes y empieza el turno de limpieza. Ocho horas diarias en las que barre y friega los largos pasillos, cambia las sábanas de las camas y limpia los baños. Los sábados descansa y aprovecha para ir a Cáritas donde le dan una bolsa de alimentos tras estar más de media hora en la cola. Garbanzos, aceite, salsa de tomate, arroz… En la cola no habla con nadie. Entre las gafas de sol y la mascarilla, espera que no la reconozcan. La mascarilla, la bendita mascarilla, la protege de la enfermedad y de las miradas curiosas. Al llegar a casa, deja los zapatos fuera, en el rellano, entra al baño a lavarse las manos y se dirige a la cocina. Procura no hacer ruido, cerrando la puerta y poniendo al mínimo el motor de la campana extractora. Enciende la radio. Le gusta escuchar la voz del locutor y a los oyentes que piden canciones. Es una agradable sensación de compañía. Se evade de sus problemas a golpe de tenedor, sus miedos se evaporan por la campana extractora y su cabeza se llena de pensamientos prácticos: pelar, cortar, hervir, salpimentar, sofreír… Eso sí, siempre recuerda que si fríe pescadillas o si hierve coliflor, como hoy, debe abrir la ventana para que se evaporen los malos efluvios que tanto disgustan a su marido. Se lo dice siempre: – Abre que apesta. Así, sin un “por favor”, o sin considerar que a ella se le agarrotan los dedos y no puede mondar las patatas sin echarles el aliento. – ¿Y qué hago de cena?–reflexiona junto a la nevera abierta y mientras se cocina el almuerzo de mañana– ¿Tortilla a la francesa? ¿Huevos fritos?… Sí, pero ¿con qué? Los estantes están medio vacíos. Mira en la alacena y encuentra tres patatas pequeñas. Ya sabe con qué acompañar la tortilla. Pone aceite a calentar, prepara la mesa para dos en la misma cocina y se dispone a pelar los ajos y los tubérculos para que se sofrían antes. Manolo es un hombre de rutinas y no soporta cenar más tarde de las nueve de la noche. Mira el reloj colgado en la pared. Hoy va tarde. Mientras se seca las manos en el delantal, no cesa de mirar la sartén, como si concentrando su mirada en el fogón pudiera conseguir que hirviera antes. Cuando observa las diminutas burbujas en la superficie del aceite, pone los cuadrados de patata. Luego bate tres huevos a la vez y en el mismo cuenco: dos para su marido y uno para ella. — Menos diez, vamos, vamos— se apremia a golpe de tenedor. Engrasa otra sartén con un buen chorro de aceite y se seca de nuevo las manos en el arrugado delantal. Espera un minuto y vuelca aproximadamente dos tercios del huevo batido. Con gestos precisos envuelve la masa sobre sí misma cocinando una tortilla perfecta: jugosa por dentro y esponjosa por fuera. La sirve en un plato y repite el proceso con la suya. — Menos cinco– lee en el reloj cuando ambas tortillas están servidas. Retira las patatas fritas, que coloca sobre un papel absorbente, y apaga el fuego. Abandona la sartén, aun caliente, en el fregadero y respira aliviada. –Justo a tiempo: la hora de cenar. Como último paso, se apresura a vaciar el agua de las verduras de mañana con el colador. Entonces, solo entonces, la nube de vapor que se forma al volcar el líquido con la comida, le hace caer en la cuenta del olor que inunda hace rato la cocina y que se escapa por la rendija de la puerta del comedor. Con las prisas ha olvidado abrir la ventana y todo —su pelo, su delantal, las paredes…— huele a repollo. Se apresura a ventilar. Tarde. Al girarse, ve a su marido apoyado en el quicio de la puerta. Lleva el diario prietamente enrollado en una mano y se palmea en la otra con él. Marisol lee en el cilindro perfecto la letra “M” de “Marca”, aunque ella solo piensa en “M” de miedo, de mamá, de monstruo y de meado, como el tibio líquido que le baja por las piernas cuando Manolo avanza hacia ella. Él ya la había avisado. Se lo repite una y mil veces, pero parece que le gusta hacerlo enfadar. Levanta la mano y se lo advierte de nuevo: –Te lo dije. PD: las llamadas al 016 han aumentado un 60% durante el confinamiento. Este relato es un homenaje para dar visibilidad a esas mujeres.
Así una noche tras otra. Viendo como mi hija da likes, sube selfis, Snapchat y teclea, a dos manos, rápidos comentarios tipo “top, top, top (emoticono, emoticono, emoticono)”. Harta de que me conteste con monosílabos y sin despegar la vista de la pantalla, decido unirme a mi enemigo, a falta de poder vencerlo. Abro una cuenta: Madre de hija puerco espín. Registro el nombre sin problemas y me dispongo a demostrarle que si ella puede, yo más. Mi hija dice que no valgo para Instagram. Que no soy guapa, ni joven y que no tengo un millón de amigos. ¡Bah! No me desanimo. Voy a retratar mi día en imágenes. Empiezo con un selfie ante el espejo de “postureo” aunque quiero que parezca que ha salido natural. Así que, antes de maquillarme y con la cara hinchada (pues se despierta una hora más tarde que yo), ahí estoy haciéndole morritos al espejo. ¡Menos mal que las Redes Sociales aún no tienen olor! Ha quedado tan casual, que cuando la he subido, nadie me ha reconocido. Al mediodía, retrato mi plato del almuerzo. Se ve que eso se lleva mucho: acelgas con pavo (estoy a dieta). Las acelgas no lucen en la foto y a pesar del hashtag #vamovamoquemeloquitandelasmanos, no reciben ni un like. Por la tarde, innovo con lo último: un vídeo en directo. Salgo persiguiendo a mi hija que huye de mí al grito de “pesada” y “mamá PARA”. Por la noche, toca fotografiar la cena (¡otra vez, qué estrés!), pero se me han quemado las croquetas congeladas y eso no hay hashtag motivador ni filtro que lo arregle. Derrotada, me siento en el sofá. Mi hija a mi lado, móvil en mano. Sus palabras de ayer resuenan en mi cabeza “mamá, tú no vales para Instagram”. Pero entonces entra un mensaje, ¡el primero! Es ella: “Mamá, déjalo. Mientes fatal en las fotos.”
NO VALGO PARA INSTAGRAM
Relato seleccionado para publicación en el 10º Certamen Literario de Relato Breve organizado por la Editorial La Fragua del Trovador.

SER MADRE NO ES FÁCIL Y SER HIJA TAMPOCO
(Este relato se convirtió en viral pues se compartió más de 700 veces en redes. Lo escribí en el día de la madre. Se lo regalé a la mía y te animo a que lo regales tú también).
Lo sé: nadie dijo que ser madre fuera fácil, pero yo creí que sí, al menos al principio. Cuando nació mi hija —y no sabía ni quitarse los mocos sola y para todo dependía de mí— la felicidad lo inundaba todo y, con su fuerza, hacía sencillo lo que no lo era. La trasteaba yo a mi antojo: que si te peino con dos coletas, que si un vestido con lazo… — ¡Mira el avión, el avión! Y ya está: la cuchara con la papilla, engullida. —Vamos, ¡al parque! Y después: — ¡A la bañera! Y al rato: —¡El biberón! Entonces, lo era: tal vez cansado, desconocido, incierto… pero fácil. ___________________ Más tarde, se fue complicando: —Tómate el zumo. Y ella: —No me gusta. Y tú, venga a dar órdenes: que si estudia, que si dúchate, que si sal de la ducha… Y venga negociar: —A las tres de la madrugada, en casa… A las tres es suficiente… He dicho a las tres… Está bien a las tres y media, ¡y ni un minuto más! Y entramos en la guerra de los no, del ¡tú, qué sabrás! Lo que digo, se replica, ya no vale. Lo que importa, los amigos. Y yo: —Dame un abrazo. Y como respuesta: —Mamá, pesada. Es la etapa de mi hija puerco espín. Dura unos años, nada más. ___________________ Poco a poco, cae la arena del reloj y ser madre vuelve a ser fácil. Primero, es un: — ¿Mamá, me queda bien? Para más tarde confesar: —Tengo un problema. O para preguntar: —¿Tú qué piensas? O para pedir consejo: —¿Tú qué harías? Pero lo bueno dura lo que un espejismo… ilusorio hasta desaparecer. ___________________ “El síndrome del nido vacío”, lo llaman. Y yo, ¿ahora qué hago? ¿a quién cuido? —¿Venís a almorzar el domingo?… ¡Ah! Que habéis quedado. Está bien, no importa, otro día. Pero sí importa, porque dejas de ser la madre gallina de unos polluelos que han volado. Y nadie te había preparado para esto. De repente, tu niña cumple veinte-cinco años y ¡adiós!: la maleta hecha, vacío el cuarto con peluches y hacia la aventura del piso compartido y… ¿Se acabó? No, tan solo voló. Y, no quieres, pero es que la vida no es fácil y te vuelves Doña Reproches: —¿Qué haces hija? ¿Va todo bien? Cómo, tú no llamas nunca… Siempre con dramas: —Pues aquí tirando. La dichosa artrosis que no da tregua. Por no hablar de tu padre que ¡menuda guerra da! Y peticiones: —¿Este domingo tampoco venís? Va, ¡que haré arroz a la cubana! Tu plato preferido. Pero, hoy es no. Aunque, a veces, es sí. Tan solo, migas de tiempo. Y te enfurruñas, protestas y lloras a escondidas. Y tú, hija ingrata, incapaz de entender: —Mamá, siempre igual: ¡siempre quejándote! Si lo sé, no te llamo. Pero no, no fue siempre igual, al principio fue fácil, aunque tú no puedes recordarlo. ___________________ Un día, una llamada especial: —Mamá, tengo que darte una noticia. Y parece que el cronómetro vuelve a empezar: —Mamá, ¿qué hago para dormirla?; mamá, ¿aún guardas mi vestido de bautismo?; mamá, ¿te la puedes quedar? Mamá, mamá, mamá… Vuelves a ser el centro, la casa llena, otra vez útil. Y ¡fíjate! Parece que la artritis no duele a todas horas, que te quejas menos y que hasta tu padre, mi marido, está más feliz. ___________________ Y pasan las hojas del calendario. Los nietos también crecen, tu padre ya no está y la artritis duele a todas horas. Pero ya no te lamentas: te acostumbraste. ¿Y los domingos? —Mejor me acerco a tu casa que el arroz a la cubana te queda a ti mejor. Y, tras almorzar, sentada a la mesa, observas como tu nieta pregunta si puede salir un rato con sus amigos. Y tú, hija, ahora convertida en mamá gallina, de polluelos a punto de volar: —Que sí, que bueno, que vale, que un rato. Y tú añades: —Pero antes, un abrazo. Y ella, mi nieta, tu hija, contesta: —¡Jo, mamá! ¡Qué pesada! Pero, tú la abrazas. ¡Tanto si quiere como si no! Y mi nieta se va, y te deja sola y te das cuenta que algún día ella -ahora hija puerco espín- también añorará, como tú añoras, los abrazos de mamá gallina. Pero, no. Ya no. Yo, ya no estoy.
Lo que aprendí de mi padre fue algo tan simple como que te puede hacer feliz el primer trago de una cerveza bien fría, cuando tienes sed. O que, de vez en cuando, uno merece darse un homenaje a si mismo, porque sí, porque hay que quererse tanto o más de lo que queremos a los demás. O que, sin saberlo, Serrat, La Trinca y Julio Iglesias iban a formar parte de la banda sonora de mi infancia. Desconocía todos esos pequeños detalles que tejen una vida hasta que mi padre me los enseñó. A menudo me instruía, sin pretender hacerlo, porque los hijos observamos, escuchamos e imitamos. He observado que cuando le pregunto cómo está, siempre me dice que está bien, aunque no lo esté. Le he escuchado decir que a los amigos hay que cuidarlos y he procurado imitar esa actitud suya de tratar a los demás como me gustaría que me trataran a mí. También he aprendido de mi padre lo que nunca hubiera querido saber: que no es perfecto, que se equivoca, que envejece y que yo no estoy a su lado tan a menudo como debería estar. Pero lo más importante que me ha enseñado —y que, por cierto, también me lo ha enseñado sin querer—, es a ser —o por lo menos a intentar ser—, una buena madre. Y es que ahora lo tengo muy, muy fácil: sólo tengo que imitar lo que durante años observé y escuché. Felicidades a todos los padres. Felicidades, papá.
LO QUE APRENDÍ DE MI PADRE
INJUSTICIA
Lo terrible de este relato es que está basado en hechos reales. Se lo dedico a su protagonista, a todas las mujeres maltratadas y en especial a la víctima de violación de los monstruos de “la Manada”: YO SÍ TE CREO.
—Pero… ¿Acaso la pegó?— preguntó el juez Romero fijando la vista en ella, por encima de sus gafas de pasta. A Susana la pregunta le causó un escalofrío. Era, por otro lado, una pregunta obvia en un juicio por malos tratos. Había llegado allí con un puñado de correos electrónicos y un registro de llamadas como prueba del acoso, los insultos y las amenazas sufridas. Deseaba una orden de alejamiento que apartara a Eduardo de su vida. Lo que le causó el escalofrío no era la pregunta, era ese “pero” que la antecedía. —¿No es suficiente todo lo que he relatado?— le cuestionó en voz baja a su abogado de oficio antes de responder. Meses atrás ella le había pedido tiempo a su novio y él le había contestado sin palabras, agarrándola del pelo y apretando su cuello con fuerza. Desde entonces la rondaba a todas horas. Le había pedido perdón e insistía en hablar, pero Susana se mantenía firme: no es no. Y Eduardo no se daba por vencido: se hacía el encontradizo y la acosaba con llamadas y mensajes en los que alternaba el “te quiero más que a mi vida” con el “te mato si me dejas”. Cada vez que Susana lo bloqueaba encontraba la manera de volver de nuevo a ella. Era fácil: abría una nueva cuenta en Gmail o la llamaba con número oculto. Luego estaban “las casualidades”: se lo encontraba por la tarde en el súper, cuando salía a correr por las mañanas, en la pausa del trabajo del mediodía… Siempre un “tenemos que hablar”, “¿qué te he hecho?”, o “¿por qué me haces esto?” Ahora no podía andar por la calle sin tener que girarse a cada rato; había dejado de ir a correr; escudriñaba la acera desde la ventana antes de salir de casa; les pedía a sus amigas que la acompañaran hasta el portal al regresar del cine… Vivía en un estado de ansiedad permanente. Una noche, tras salir a cenar, sus amigas esperaron en el coche a su señal, antes de marcharse. Susana levantó el pulgar desde el fondo de la portería. “Ok, ok, todo está bien. Podéis iros.” Pero al encender las luces del salón le dio un vuelco el corazón. Eduardo la esperaba, sentado a oscuras en su sofá. — Ella me invitó— mintió impasible ante el juez. — No es cierto—protestó su abogado. —Pero la cerradura no estaba forzada— contraatacó su oponente. Y Susana, en silencio, pensando que era culpa suya por no haber cambiado la cerradura. Durante el noviazgo nunca pensó que él podía robarle sus llaves para hacerse una copia. No, sin su permiso. No, cuando su relación era como la de cualquier pareja feliz. Pero, sí. Y las preguntas que la taladraban como ráfagas de metralleta: “¿le dijo que se fuera?”, “¿pidió ayuda?”, “¿por qué no gritó socorro?” Y las respuestas que parecía que no eran suficientes. “Estaba aterrada”, “¡estábamos solos!” “pensé que era mejor no llevarle la contraria”. El juicio no estaba saliendo bien: Susana apenas tenía pruebas, no presentaba moratones visibles, ni aportaba testigos. Nadie había visto entrar a Eduardo y ella no había llamado a la policía. Su estado de nervios provocaba que hablara atropelladamente y de manera desordenada. “Debía haberme preparado mejor”, pensaba. De hecho, ya asistió a un juicio gemelo al suyo, un par de años antes. Fue al principio de su relación. Eduardo le pidió que lo acompañara para darle apoyo ante su exesposa, de la que se estaba divorciando. “Ya sabes que algunas mujeres, cuando te separas, mienten”, le había dicho entonces y ella le había creído. Un año después era Susana quien pleiteaba y otra mujer, desconocida, quien esperaba a Eduardo en un rincón de la sala. Susana respondió a la pregunta del juez: —No, pegarme, no, solo… Pero desde la tribuna, y sin dejarla acabar, el juez Romero, sentenció: —Entonces, si no la pegó…
¿A quién se le ocurre venir a pasear, en una tarde soleada de un 17 de agosto, a más de treinta grados, por las Ramblas de Barcelona? Si yo no estuviera tan enamorado, te aseguro que no estaría aquí, apoyado en esta monumental farola art déco de cuatro brazos que corona la parte alta de La Rambla. ¿Y la famosa siesta? Los turistas y los currantes no saben de siestas. Además, ¡hay tanto que ver y que hacer en una ciudad tan acogedora y preciosa como esta!: perderse por el Mercado de la Boquería; callejear por las calles del Raval y del Gòtic; pasear por el Paseo de Gracia o por la Rambla de Cataluña; bañarte en la Barceloneta… Solo los currantes andan con prisa. Algunos salen de una mañana agotadora de trabajo, con ganas de llegar a casa, mientras otros apresuran el paso, pues no desean retrasarse en su turno de tarde-noche. Se cruzan sin reconocerse, perdidos entre los turistas. Hay tantos comercios, quioscos, restaurantes, hoteles… como trabajadores que deben sacrificar su descanso veraniego para que otros puedan disfrutar las vacaciones. Y yo aquí, apoyado, nervioso, esperando a que ella salga de la boca de metro y la pueda ver desde la distancia. Son casi las cinco y es de las que le gusta llegar puntual a su puesto de trabajo, así que en nada emergerá de las entrañas de la tierra y recorrerá los escasos quinientos metros que la separan del kiosco de prensa en el que trabaja. Hace tres meses, ya que la vi por primera vez. Me atendió un viernes, colándome a la cola de turistas que elegían postales. Le tendí las monedas y rocé su mano. Sonrió y me dio las buenas tardes. Y así cada día, desde entonces, hemos mantenido este romance cortés de sonrisas y leves caricias. Pero hoy me lanzo: hoy la invito a tomar algo, cuando acabe su turno. ¡Ahí está! Puntual como siempre. Se ha recogido el pelo en cola alta y se ha puesto un vestido veraniego. ¡Qué guapa! La sigo desde la distancia, hasta que reúna el valor de acercarme y de presentarme. He traído una rosa porque una vez oí cómo le recomendaba un turista llevarse la reproducción del panot diseñado por Puig i Cadafalch “Barcelona es una ciudad que pavimenta su suelo con flores”, le dijo. Me siento como un adolescente. Mi corazón bombea al ritmo de rumba catalana. Aprieta el paso, nos separan unos metros, pero tengo que sortear a los turistas para no perderla de vista: se cruzan fragmentos de conversaciones que enseguida quedan atrás: “qué lindo” le dice una mujer a su pareja señalando una farmacia modernista, “attends maman”, le grita un niño que quiere un helado a su madre ataviada con un Hiyab rosa y una túnica negra, “Cheeeese” corean unas turistas rubias mientras se auto enfocan con el móvil. Me gana distancia, se acerca al tramo decorado con el mosaico circular que simboliza la bienvenida a la ciudad a quien venga por mar, que diseñó Miró. “El pla de l’Os”, lo llamaron. Tengo que alcanzarla antes que llegue al kiosco o ya no podré hablar con ella. Acelero el paso, ¡la tengo! Extiendo el brazo para tocar su hombro por detrás. De repente un ruido extraño, como de un golpetazo, y chillidos, muchos gritos. Y luego nada, fundido a negro y una rosa en el suelo. Foto: autor, Pío Vergés Negre. PD. RIP (Barcelona, 17-08-17)
BARCELONA, 17 DE AGOSTO: FUNDIDO A NEGRO
(Mi particular homenaje a un día que no podremos olivdar nunca)

¡QUÉ DAÑO HA HECHO EL REAGGETON!
—¿Qué tal las vacaciones Marta? —Pues bien, claro. Con el “chip” aún puesto en el chiringuito. ¿Tú no, Gabi? – No, no… ¡completamente olvidadas! ¿Vamos a la reunión? Nos esperan ya en la Junta de Dirección. – Vamos , vamos…“Vamo a ser feliz, Vamo a ser feliz, felices los cuatro… Yo te acepto el trato.” – Uy, eso me suena… ¡Anda! Fíjate en el jefe, aún le dura el moreno. – “Mira qué cosa bonita, qué boca más redondita, me gusta esa barbita.” – ¡Marta!! Que es el jefe, céntrate. ¿has traído el informe? – Gabi, no aprietes, “Pasito a pasito, suave, suavecito”… – Marta, de verdad, estás muy out. ¿De verdad no lo has traído? – ¡Qué sí, toma! “Una cartica que yo guardo donde te escribí…” – ¿Qué cartica, de qué hablas? ¡Coge el informe, que encima vamos a llegar tarde! – “Ya no me importa nada: ni el día, ni la hora, si lo he perdido todo…” – Mira Marta, o te centras, o te centran. Si sigues en este plan, yo me largo. – Que no, Gabi… “Si te vas, yo también me voy. Si me das yo también te doy, mi amor”. – Hombreee, bienvenida Marta. ¿Cómo está Gabi? ¿Ha probado el veranito? ¿Bien las vacaciones? – Sí, sí, eso siempre. – Claro, jefe. ¿Usted bien? Ya en plena forma, veo. – Sí, bueno, con un pie en la playa y la cabeza en el negocio. Siempre pensando en la empresa. ¡Un jefe no desconecta nunca! Ya saben: “Andas en mi cabeza nena a todas horas, (Cada segundo, cada minuto), el mundo me da vueltas, tú
—¿Solo uno al mes? — Ah, pero … ¿Tú cuántos? — Pues … Depende, claro. — ¿De qué depende? De según cómo se mire… — Todo depende… de ti. — ¡Pues eso! Si de mí depende, solo uno al mes. Y a veces, ni eso. —Me parece poco. — Ya, pero me gusta hacerlo bien: con tiempo, con mimo, con preparación… — Yo soy más de “Aquí te pillo …” — Entonces, te recomiendo Twitter. — ¿Perdona? ¿De qué estamos hablando? — De los posts de este blog, claro, ¿tú no?
SOLO UNO AL MES
UY, A VER SI...
Somos de la manera que reaccionamos a cómo nos trataron de pequeños. Erich Fromm, Psicoanalista Rocío se enteró poco a poco. Primero fue un ganglio ligeramente inflamado en la axila, casi en el centro que se formaba entre el hueco y el interior del brazo. Le molestaba al cerrarlo. Por eso, por esa ligera molestia, se dio cuenta. Empezaba la primavera y aún quedaban varios meses para la revisión ginecológica anual. Por costumbre, siempre elegía ir en verano. Así, era difícil de olvidar una cita, que por rutinaria y antipática, iba acompañada de alguna excusa para retrasarla. No recuerda cuántos años lleva acudiendo al ginecólogo, pero calcula que más de veinte, seguro. Pasa de los cuarenta y tuvo a su primera hija, Lucía, a los treinta recién cumplidos, y por aquel entonces, ya se visitaba en la consulta de un ginecólogo, cercana al Paseo de Gracia, en Barcelona. Eso sí, para “husmear allí abajo y que le tocaran las tetas”, les comentaba a sus amigas, prefería que fuera una mujer y ella —de la consulta formada por varios especialistas— eligió a la Doctora Reus. No es que Rocío fuera una persona especialmente recatada, pero no se sentía cómoda con otro hombre, que no fuera Manuel, su marido, husmeando en su intimidad. Fue esa doctora quien atendió su primer parto, pero no así el segundo, tres años después. El ginecólogo cirujano que la sustituyó —pues tuvo a Diego en pleno mes de agosto, con toda la plantilla de vacaciones— era un recién graduado que no la visitó más de una o dos veces antes de atenderla en el quirófano. Por entonces, el embarazo estaba tan adelantado y cargaba con una barriga tan descomunal que no le importó que fuera un hombre quien llevara su parto. En septiembre, y tras una visita de control para supervisar la cicatriz de la cesárea, Rocío se despidió de ambos: del joven cirujano y de la Doctora Reus. Se acababan de mudar a una casa en un pueblo cercano a Barcelona con todo lo que conllevaba: cambio de colegios, de médicos, de peluquero … Eligió un Centro Médico moderno, con todas las especialidades de un hospital en un solo lugar, pero sin quirófanos. Era práctico disponer de todas las especialidades en un solo lugar y, además, cercano a su nuevo domicilio. Sin embargo, todavía hoy, más de diez años después, no recuerda el nombre de su nueva Doctora, porque tan solo la visita una única vez al año: la del control ginecológico. Los años que siguieron a los partos, el ginecólogo dejó de ser una prioridad y sustituyó las visitas por las del pediatra. Ella acudía a la revisión cuando conseguía hacer un hueco para sí misma, por lo que más de una vez dejó de asistir a la cita. Incluso, en una ocasión le ocurrió a la inversa y asistió dos veces en el mismo año. Fue entonces cuando decidió pasar a una fecha fija, la de las vacaciones escolares, para poner orden al caos. Pero, la noche que palpó por primera vez el ganglio inflamado, pensó que tal vez era oportuno hacer una excepción y adelantar la fecha. Recuerda haber tenido ese pensamiento que pasó fugaz, pues enseguida ganó la pereza. Y, además, ni era aprensiva, ni el ajetreado día a día (siempre liada con el trabajo, con los niños, y con la casa) le permitieron sacar tiempo para ella. Semanas después, tras darse cuenta de que persistía el leve bulto, exploró el pecho, tal y como le había visto hacer a la ginecóloga a lo largo de los años, durante las decenas de revisiones, pero sin su pericia. Detectó algunos pequeños nódulos que le parecieron sospechosos. Como que eran varios y a pesar de pensar “uy, a ver si…” se decantó por el “seguro que no”. “Si son muchos, es porque no puede ser” fue su argumento de indiscutible peso científico. Había escuchado a la Doctora sin nombre decirle en múltiples ocasiones que tenía pequeños quistes de importancia menor, quistes que le desaparecían cuando le bajara la menstruación. Si embargo, el ganglio, seguía ahí, mutado a su nuevo estado, molestando débilmente como un grano de arena en el zapato… y no desaparecía tras bajarle la regla. Después, llegó el verano y, ahora sí, su cuadrada agenda germánica le recordó que tocaba acudir a la revisión anual. Mientras aguardaba su turno en la abarrotada sala de espera, rodeada de abuelas abanicándose —a pesar del aire acondicionado— y de padres que consultaban el móvil —mientras vigilaban que sus hijos pequeños no enredaran demasiado—, se dijo “recuerda explicarle a la Doctora lo del ganglio, más que nada y como siempre, con la idea de descartar”. Pero la ginecóloga no detectó nada al inspeccionar la zona, a pesar de su pericia. Tras la inspección táctil, pasó a realizar la mamografía de rigor, que, en su caso, como en el de muchas otras mujeres, con un pecho fibroso y unas mamas densas, iba acompañada de una ecografía posterior. La primera prueba mostró un resultado negativo y pensó “bien, otro año salvada”, sin estimar que aún quedaba por superar con éxito la segunda. El radioterapeuta, el Doctor Darío Quintero, a quien Rocío conocía de vista, de otras revisiones —pero a quien hubiera sido incapaz de reconocer sin su bata blanca, si se lo hubiera cruzado por la calle— frunció un poco el ceño. Y ahí fue cuando lo supo. Solo hizo falta que la prueba durara unos segundos más de lo habitual y una mirada seria y reconcentrada en una pantalla similar a un Spectrum Sinclair ZX de los 80. Lo observaba ante la ecografía del monitor y notaba como subía una ola de miedo desde el estómago hasta la garganta. Pensó para serenarse que todavía quedaba esperanza: en la mamografía la técnica no había visto nada sospechoso y en la inspección táctil de la ginecóloga, tampoco. Así que decidió adelantarse al silencio del Doctor y salir de dudas preguntando ella primero “¿Ve algo?” —algo sospechoso, algo que no deba estar ahí, algo que no le guste, algo que pueda ser cáncer…— quiso decir. Esperó su respuesta aguantando el aire, vulnerable desde su posición de mujer desnuda, estirada y expuesta en una camilla, descubierta de cintura para arriba, con las manos tras la cabeza, como si estuviera en la tumbona de un hotel de esos de pulserita “todo incluido”, pero con una incomodidad y una congoja mal disimuladas. Y entonces, el Doctor le contestó que sí, que veía un Pokémon negro anidado en la zona del pecho más cercana a la axila. Aunque era el verano del estallido del juego, en realidad él no usó esas palabras, mucho más gráficas y descriptivas que “Sí. Se aprecia un nódulo altamente sospechoso en el cuadrante superior de la mama derecha”. Pero añadió “Quédese tranquila, porque no se puede saber con certeza hasta hacer la biopsia”, como si esa dilación en el diagnóstico fuera garantía de paz. También le comentó que “en caso de confirmarse, lo importante, es que es un tumor pequeño y cogido a tiempo”, como si fuera una excusa o tuviera que consolar a una cría que suspende un examen “tranquila, has suspendido, pero con un cuatro, no está tan mal”. Pero, sí que debió ver “algo” que estaba mal porque al día siguiente, con una velocidad en la cita que la sorprendió, volvería de nuevo a ver al Doctor Quintero. Aunque en ese momento, aún no lo sabía. Ese “tal vez sí, pero igual no” que le adelantaba la mala noticia, pero sin confirmarla, le provocó una desazón mayor que la seguridad de saberlo. Por ello, para acabar de enterarse bien de si tenía cáncer, sin circunloquios ni excusas, le preguntó al entrecejo arqueado del Doctor, controlando (mal) el temblor de la voz: “usted, por su experiencia, ¿qué probabilidades cree que lo que está viendo sea cáncer?”, y quiso decirlo así, con todas las letras, C-Á-N-C-E-R, porque le pareció una palabra que los médicos evitan, como si fuera un taco y prefieren sinónimos edulcorados como tumor, nódulo, quiste o, incluso, bulto que despistan al paciente. Aguantó la respiración esperando la respuesta, pero la soltó de golpe, como un buey enfadado, cuando contestó “ochenta por ciento de posibilidades”. Así fue como, con una cadencia que se inició en primavera —con una leve inflamación de un ganglio de la axila— y que acabó en verano —con ella estirada y expuesta en una camilla desde la que oyó el diagnóstico con sinceridad y sin vaselina—, que Rocío se enteró, al fin, que aquel “uy, a ver si” de unos meses atrás era realmente cáncer. PD: Así empieza la novela inédita “La palabra”, guardada actualmente en un cajón. El cáncer nos puede tocar a todas (y a todos). Hay cura. Hay tratamiento. Lo más importante es encontrarlo a tiempo. Si eres mujer no te saltes la revisión anual.
En el día de la mujer trabajadora, quisiera felicitar a las mujeres, pero no a todas, solo a algunas, a las que se han ganado la felicidad. A las demás, por desgracia, no las podemos felicitar, porque aún están luchando por ser felices: Felicidades a las que se pintan los labios porque quieren, pero no a las que llevan un ridículo uniforme de trabajo con faldita, gorro de lado y tacones de abuela; felicidades a las que estudian, pero no a las que nunca animaron a ser comandantes, ingenieras o carpinteras; felicidades a las mujeres que denuncian a su maltratador, pero no a aquellas que tienen que irse de su hogar porque en él vive un violento; felicidades a las mujeres trabajadoras, en su día y en los 364 restantes, pero no a las que cobran menos que los hombres por un mismo puesto e igual calificación; felicidades a las que se casan o a las que se juntan e incluso a las que se divorcian, pero no a las que obligan a contraer matrimonios amañados y sin amor; felicidades a las que practican sexo gratis y porque quieren, pero no a las que cobran y a las que fuerzan… En el día de la mujer trabajadora, y especialmente en los 364 restantes, felicidades sí, pero felicidades a medias, porque son felices algunas, pero no todas.
FELICIDADES A LAS MUJERES. PERO NO A TODAS.
ASUNTOS PROPIOS
¡Cuánto tiempo sin ver a Matías! ¿Desde la universidad? ¡Buf! Qué bien se conserva. Ha perdido pelo, sí, pero se nota que se cuida. ¡Dos días de asuntos propios!, dice que le han concedido en el Juzgado, donde trabaja como Auxiliar Judicial. ¡Bien!, eso significa que disfrutaré de Matías, hoy y mañana. Ya me gustaría a mí un trabajo como ese: ¡de ocho a tres! Y alguien en casa que trajine lo que yo ahora. Siempre me ha hecho gracia eso de ‘asuntos propios’. Si me dieran a mí dos días ‘pá mis cosas’ me iría a la playa a tomar el sol o al pueblo a que me cuide mi madre. Se ve que su hijo va a tercero B. ¡Mira, justo entre Jan y Pol! Es raro ver a un padre a estas horas en la puerta del cole. Lo llego a saber y me adecento un poco: me quito el moño, me pinto un ojo, me enfundo las mallas y me subo a los tacones. Pero claro, ¡quién iba a saberlo! Y además, sería extraño que me pusiera guapa para “chachear” que es a lo que me dedico de ocho de la mañana a diez de la noche. Las otras madres mirarían raro. Bueno, más o menos como nos miran, ahora: de reojo y comentando la jugada. Es que siempre ha sido tan guapo y tan… ¿Atlético, cachas, buenorro? ¿’Runner’, ha dicho? Pues, yo también, pero en casa. No paro de correr en todo el día: que si las camas, los Cola-Cao, los dientes, ¡no os olvidéis los dientes!; vamos-vamos que nos vamos; ¡siempre diez minutos tarde, correeeed!, adiós-adiós, chao-chao niños ¡hasta la tarde!… Por fin, ¡qué paz! Ahora es ‘mi momento’: mi café con leche, mi diario y… ¿por qué no? ¡hoy croissant! ¡de chocolate! ¡Qué mal está el país, qué pesados los políticos, qué aburrido el mundo! Entro en Facebook un rato, a fisgar claro, yo no soy mucho de colgar nada ¿qué? “¿De shopping en Mercadona”, “preparando la cena mientras juegan a la Play”, “mi outfit de ir a La Caixa a actualizar la cartilla’ ”? ¿A quién le puede interesar eso?! ¡Uy! Las diez menos diez ya. Pago: dos con cincuenta. ¡Qué caro está todo!, ¡qué timo esto del euro! Venga, al Super que falta de todo y no hay nada para cenar. Es el que el fin de semana arrasan en casa. ¡Tres limas tengo, los dos niños y el marido más!, Y menos mal que yo como poco y sano. Porque me cuido, claro. Bueno, el croissant no cuenta. Hay que hacer excepciones a la regla ¿no? Hoy a Eroski. Aunque debería pasar primero por casa o se arrugará la lavadora de blanco que he puesto antes de salir. ¡Verás luego la plancha: a apretar! Bueno, la de color la tenderé en seguida y además pondré un lavado sin centrifugar. A ver si consigo que el montón de esta semana no me sobrepase en altura. El carro hasta arriba. ¿Qué les ponen en las ruedas que no van rectos? ¡Cuánto pesa! Esto es hacer bíceps y no los del gimnasio. Ciento cincuenta euros. Si es que está todo carísimo. Sablazo a la Visa. ¡Luego, Carlos me riñe! Que soy una gastosa, dice. Pues todo pollo, cerdo y pescado congelado. La ternera y los caprichos para cuando la extra ¡A ver, con un sueldo! ¡Equilibrios! Vale, ya está la lavadora de blanco tendida, la de color en marcha y toda la compra acomodada. Tenemos la nevera a rebosar. Durará poco: irá perdiendo el peso que yo no pierdo ni cuidándome. ¡Las doce y media!. El tiempo vuela. Hay que repasar el inodoro que con tres leones parece un baño público. ¡Y el espejo! ¿Hasta dónde llegan las salpicaduras? Ni de puntillas. Vaya, toca pasar la escoba, hay bolas de pelo. Sin son rubio teñido es mío. ¡Bingo! Si es que podría rellenar un cojín. ¿Y el polvo? Qué pesadilla con tanta foto enmarcada , velas, jarros, libros y CD ¡me tiro una hora! Cualquier día va todo a la basura y lo dejo más minimalista que un piso sueco. ¿Las dos, ya? Por eso me rugen las tripas. Bueno, en nada dejo el arroz blanco hervido, una crema de verduras y empano unos filetes de pollo… Así, por la noche será todo un “pim pam”, que a las ocho coincide el hambre con las bañeras. ¿Y esa melodía? La novela de la tele. ¡Que me la pierdo! Pues me bebo una taza de la crema de verduras de pie y me como un yogurt en el sofá. ¡Vaya me he quedado frita antes de que acabe! Me he vuelto a perder el final. Venga un bostezo de lobo y a espabilarse que hay que fregar toda la cacharrería y hacer los bocatas de la merienda de los peques. Hoy tienen taekwondo y salen hambrientos como hienas. Menos cuarto: toca correr que si no cierran la verja y los niños se quejan ¡Jo mamá, siempre la última! Mira, mira: ahí está Matías otra vez. ¡Es verdad, que su mujer está convaleciente de apendicitis y estos días viene él! Si me lo ha dicho esta mañana, junto a lo de que trabaja de funcionario, que practica running y que ¡qué suerte tengo yo, que no hago nada en todo el día!
Los tertulianos de una emisora de radio discuten sobre el tema del día pisándose los unos a los otros, sin aguardar el turno de palabra. Mientras se arregla para salir, Andrea consigue dilucidar, entre el griterío y las frases solapadas, las dos posturas principales del debate: si tiene sentido acudir a la manifestación convocada hoy en el centro de la ciudad o si es mejor quedarse en casa y reivindicar, desde la quietud del sofá y vía redes sociales, el apoyo a la causa. No hemos superado la tercera ola de la pandemia y, si bien se han prohibido los encuentros de más de seis personas, el derecho legítimo a manifestarse choca con la nueva realidad de enfermedad y muerte que ha traído la Covid-19. Por lo que escucha, mientras se abrocha el sujetador y se sube los pantis, a Andrea también le queda claro que en la esencia del debate todos los tertulianos están de acuerdo: debemos de continuar reivindicando los derechos de la mujer, desde la calle o desde el sofá, pero es indiscutible que la igualdad todavía dista mucho de ser una realidad. En un momento dado, la presentadora recuerda el simbolismo que hay detrás de la emblemática fecha: tal día como hoy, el 8 de marzo del año 1910, las mujeres tomaban las calles de Nueva York para exigir la igualdad salarial y de condiciones de empleo en el sector textil. Añade—leyendo las notas que ha preparado el equipo del programa— que el mismo mes del año siguiente, ciento veintitrés mujeres y veintitrés hombres murieron abrasados en una fábrica de camisas, de la que no pudieron salir por haberlos encerrado dentro. Andrea, sentada frente al tocador, extiende la crema hidratante sobre sus piernas recién depiladas y reflexiona sobre el agravio que supone que un siglo después, la brecha salarial sea todavía un hecho, especialmente en las mujeres de la franja de edad en la que ella se encuentra: las de más de cincuenta y cinco años. Un tertuliano, erudito y maleducado a partes iguales, abruma a su compañera de mesa con una retahíla de datos sobre los que esta intenta intervenir sin éxito. Tras varios “disculpa”, “si me permites” y “en ese sentido” ahogados por el monólogo que la presentadora tampoco puede cortar, Andrea se cansa y cambia el dial de la emisora. Detiene la búsqueda en cuanto escucha música. Hoy no desea más dolores de cabeza añadidos a los habituales: es un día importante. Se está arreglando con esmero. En unos minutos sonará el interfono y bajará a la calle para encontrarse con su cita. Juntos acudirán a la manifestación. Ella lo tiene decidido: con mascarilla y distancia de seguridad mediante, saldrá a gritar por los derechos de todas las mujeres. No piensa hacerlo desde el sofá. Si se puede salir para votar, se puede salir para reivindicar. Mueve la cabeza al ritmo de la mítica canción de Tam Tam go “Manuel Raquel” sobre la que ha detenido su búsqueda. Silba acompañando la letra: “Cuando llegó era un niño delicado. No quería mancharse jugando en el descampado…” Se interrumpe para pintar sus labios de “Rouge vertige” un auto regalo que lleva siempre en el bolso. Besa un pañuelo de papel para quitar el exceso de pigmento y maldice la mascarilla tras la que quedará oculto el color de temporada que tanto la favorece. Le encanta esa canción que ya de niña cantaba hasta quedarse afónica como si de un himno se tratara. La voz del solista la acompaña mientras añade rímel a sus pestañas. Ni canta ni silba durante el proceso o se manchará los párpados maquillados con una discreta sombra nacarada: “… Era un tipo legal, un amigo, un aliado. Había vivido arrogante aquel error inocente…” Se atusa el pelo y se dirige hacia el armario para acabar de vestirse. Se aleja de la música que suena desde el móvil abandonado junto a la crema hidratante. La persiguen los últimos versos: “… llevar en cuerpo de hombre, una mujer en su mente.” Elige una falda, camperas de tacón medio y una camiseta violeta que estrena para la ocasión. Observa su imagen de mujer imponente en el espejo del tocador. Recoge el móvil y se aleja de nuevo tarareando: “La última vez que le vi, nos fuimos a emborrachar. Debajo del maquillaje, no pudo disimular un cierto pudor antiguo y al fin un poco de paz”… Está lista. Decide que no se quedará en casa hasta que suene el timbre. Bajará y esperará a que la recojan en la calle para así disfrutar del ambiente. Cientos de personas se dirigen ya hacia el epicentro de la manifestación. Muchas con pancartas, todas con mascarilla. Con el gesto familiar de siempre, Andrea se coloca la suya y antes de salir de casa coge el móvil y se cruza el bolso en bandolera en el que introduce el “Rouge vertige” y la funda de piel de serpiente en la que guarda un billete de veinte euros y su documento nacional de identidad. Evita mirar la foto, pero se detiene en ese nombre que no la identifica con quién en realidad es ella: —“Andrés López Trujillo”—lee en voz alta. Y añade para sí: —¡A la calle: queda mucho por reivindicar! En el rellano y antes de apagar la radio del móvil, escucha finalizar la canción: “No pude llegar a tiempo, las lágrimas sin dolor me las ha arrancado el viento. Se fue sin decir adiós, sin un grito, ni un lamento. Creo que iba contento. Oh, Manuel Raquel”. PD: enlace a la canción completa https://www.youtube.com/watch?v=-bCiUehlV7c
AQUEL ERROR INOCENTE (DÍA DE LA MUJER, 8 DE MARZO)
PARA QUERER HAY QUE QUERER QUERER

Para querer hay que querer querer, aunque a veces se quiere sin querer. Parece un trabalenguas sacado de una entrada de Instagram, pero no lo es. Te lo explico con una historia de amor y con otra de desamor: las frases complicadas se entienden mejor con los ejemplos simples. Cuando iba a la universidad y todavía no sabía si quería estudiar periodismo o publicidad, coincidí en segundo curso con Eli. En seguida congeniamos y nos hicimos amigas, de esa manera tan intensa que solo ocurre a los veinte años. Ideábamos planes de futuro. Nos parecía que la vida era larga y prometedora. Ambas teníamos novio y una noche salimos los cuatro a divertirnos. El novio de Eli, de cuyo nombre no puedo acordarme, era guapísimo y sabía bailar en pareja. Yo no, nunca he sabido. Tengo el recuerdo, tal vez magnificado por extrañas reglas de la memoria, de estar bailando en un bar de Calella y de repente, hacerse un corro de personas, con ellos en el centro, moviéndose juntos en un rock perfecto ¡Me parecían una pareja tan, tan ideal!. Eran guapos, jóvenes, rubios y dotados para el baile ¿se puede pedir más? Estaban enamorados, se miraban de esa manera que no puede disimularse… pero unos meses después, Eli me explicó que lo iba a dejar con él. No quería querer a nadie. No en ese momento. Ansiaba ser libre para viajar a otros países. Soñaba con ser reportera. Me propuso un pacto: “¿Lo hacemos juntas? ¿Dejamos ambas a nuestras parejas? ¿Nos vamos las dos a recorrer mundo?” Lo tenía muy claro: “Si tiene que ser él, ya será. Y sino, será otro”. Me dijo (o algo así), con tanto miedo como seguridad. La libertad y la aventura eran sus prioridades. Para Eli, dejar a alguien a quien quieres era como quien se rompe un hombro y sabe que hay que recolocarlo con un golpe seco: duele al principio pero se debe de hacer por un bien mayor. Y cuánto antes mejor. Porque el dolor pasa. Pensé que era muy valiente, no solo por pensar así, sino por hacerlo. No era su momento, tal vez era su pareja ideal (o eso parecía) pero no entonces, sino en un futuro muy, muy lejano. Eso mismo es algo que he visto hacer a lo largo de los años a otras personas que no quieren querer: en cuanto presienten que se están enganchando a alguien que les gusta demasiado, lo dejan. Para no sufrir si algún día tienen que romper, para poder conocer a otras parejas nuevas… Yo pensé en su propuesta, dudé… pero no lo hice. Recuerdo haberle dicho a Eli que de poder elegir, no hubiera escogido conocer a mi novio (con el que ya llevaba dos años) tan pronto. “Me gustaría aplazar esta relación unos años. Pero, ¿dejarlo?… no. Yo no”. Prefería renunciar a los planes de viajes. No era por cobardía. Ella pensaba que “para querer hay que querer querer” y como no quería querer, abandonó. Yo sentía que “a veces se quiere sin querer” y continué. Hubiera podido no quererlo, pero no sabía. O no quería. No sé. Eso mismo es lo que les pasa a algunas parejas cuando rompen: quieren dejar de querer pero no pueden, al menos al principio. Incluso algunas nunca dejan de querer, a su pesar. Años después, vi a Eli en un programa de televisión que me encantaba, en el que los protagonistas eran extranjeros que vivían en Barcelona y enseñaban al espectador la gastronomía de sus países de origen. Había viajado y había sido la reportera con la que soñaba ser de joven. En el programa, salía con su pareja y acunaba a un bebé mulato precioso. Al novio de cuyo nombre no puedo acordarme, no lo he vuelto a ver. Por mi parte, todavía sigo con el chico al que conocí demasiado pronto. Es mi marido. Solo que ahora pienso que fue una suerte conocerlo en el momento en que lo hice porque he podido pasar casi toda mi vida con él.
“Shukran” (شكرا) significa “gracias” en árabe y fue la primera la palabra que aprendí este verano en Rabat. No fui de vacaciones, las vacaciones son otra cosa. Ni de viaje de trabajo. Las vacaciones equivalen a descansar o a turistear (que según la Real Academia de la Lengua, la RAE, es “Viajar por placer, visitando varios lugares en poco tiempo.”) Y los viajes de trabajo (según el sentido común), son desplazamientos a gastos pagados con una finalidad de negocios. Estuve unas dos semanas con mi hija Andrea, una adolescente de dieciséis años que le pidió a su madre hacer juntas un voluntariado. Solo por eso, valió la pena. Los hijos, llegada la adolescencia, priorizan a sus amigos frente a su familia, hasta el punto en que los pierdes de vista durante las vacaciones veraniegas. Así que aproveché al instante esa petición inesperada y contacté con Georgina, una prima que vive en Rabat y que trabaja desde hace años en el ámbito del tercer sector. Georgina no solo nos ofreció su casa, sino que se puso a buscar instituciones que nos acogieran. Tras mucho perseguir, llamar y escribir consiguió que nos aceptaran a ambas (a pesar de la edad de Andrea y del no dominio del idioma) en la Fundación contra el cáncer creada por la esposa del Rey de Marruecos, la Fundación Lalla Salma, para colaborar en la planta de oncología infantil. Cuando supimos dónde iríamos, respiramos hondo y nos dijimos “pa’lante”. Por mi parte, contacté con dos compañeras de trabajo que colaboran en otras fundaciones que trabajan con enfermos de cáncer: “¿Cómo debo actuar? ¿Qué debo decir y hacer y qué no?” Eran mis principales cuitas. Los consejos fueron sabios, fruto de la experiencia y variados: eres una voluntaria, no una enfermera —adopta tu rol—, no preguntes por la evolución, no des consejos, no des tu teléfono y no te impliques más de la cuenta —para protegerte, entiendo— . Cuando llegamos el primer día al Hospital —que estaba en la otra punta de la ciudad, pero bien comunicado por el moderno tranvía que la recorre— nos aguardaba una sorpresa: la planta de oncología infantil estaba en obras y el espacio donde iba a transcurrir nuestro voluntariado, todas las mañanas, no era más grande que la sala de espera de un CAP. En él, debían esperar a ser atendidos, para el tratamiento ambulatorio de quimioterapia o para pasar visita con el médico, casi un centenar de personas, entre familiares y pacientes (pacientes, nunca mejor dicho). También estaba la segunda planta. En ella se alojaban los niños más graves, aquellos que no podían irse a casa y que vivían en el hospital. Como Islam. Una mañana, su madre nos pidió si podíamos acudir para quedarnos con su hijo en la habitación y así irse ella, unas horas. Quedamos para al día siguiente y nos presentamos a la hora convenida. Sin embargo, una enfermera nos barró el paso y nos informó que no podíamos quedarnos, pues el niño había rechazado varias transfusiones y estaba muy débil. “Shukran, Shukran” nos decía la madre por haber acudido. Al día siguiente le llevamos una pulsera que Andrea hizo para ella. “Shukran”, de nuevo. Y volvimos de nuevo al otro, y al otro… solo para verlos. Solo para abrazarnos. No nos podíamos entender con palabras. Tan solo “Shukran”. El último día de nuestro voluntariado no pudimos despedirnos: habían trasladado a Islam a reanimación. Espero que haya conseguido recuperarse. Insha’Allah. Pero no todo fue así de duro. Nuestra función consistía esencialmente en hacerles la espera agradable a los niños de la primera planta y en aliviar un poco a los padres de la vigilancia constante a sus pequeños. La enfermedad no entiende de edades y se concentraban, reunidos en el mismo espacio, desde bebés hasta adolescentes. El cáncer de huesos o de médula es frecuente en los niños, por lo que eran varios los que llevaban las piernas y los pies con vendajes y tablillas que les impedían moverse de su silla de plástico. ¿Cómo íbamos nosotras, que no hablamos árabe y que no teníamos experiencia en ese tipo de voluntariado, a entretener a treinta o cuarenta niños durante varias horas? Pues con voluntad y con ilusión. Poniéndole ganas e imaginación. No hizo falta mucho más. Algunos días les repartíamos cuentos que no podíamos leer, pero sí improvisar ruidos, según los dibujos. Otros, repartíamos hojas, libretas y colores y dibujábamos con ellos. Triunfó la idea de pasar su nombre del alfabeto árabe —que traducíamos primero al francés, lengua en la que muchos nos sentíamos cómodos—al alfabeto latino. También descargamos juegos en nuestros móviles y jugamos por turnos al Temple Run, a puzles o a colorear dibujos con el teclado. Cuando se acababa la batería pasábamos a juegos de siempre como el “tres en raya” o “piedra, papel, tijera”. ¡Ah y les enseñamos a cantar el himno del Barça… aunque muchos eran del Madrid! Conseguimos que cantaran con muy buen acento “Tot el camp és un clam som la gent blaugrana”. Pero, sin duda, el gran acierto, fueron las pulseras. Compramos madejas en una mercería sacada de un episodio de “Cuéntame” y les enseñamos a trenzar los hilos para hacer su propio brazalete que luego se llevaban puesto. Tuvo tanto éxito la idea, que todos hacían cola y no dábamos abasto. Un niño, cuyo nombre no recuerdo, pero que no tendría más de diez años, nos enseñó una gran lección: cuando se nos acabó el material, decidimos sortear la última pulsera a “piedra, papel, tijera”. Eran dos los candidatos que la imploraban para ellos. Se la entregamos al ganador del juego y el compañero que perdió se marchó completamente frustrado. Así que el ganador fue tras él y se la dio. Me gustó tanto el gesto que le deshice los nudos a la mía y se la di. De nuevo, me sorprendió: fue a buscar a su madre y se la puso en la muñeca. Shukran Georgina, shukran Khalid, shukran Islam, shukran Meryenne, shukran Souade, shukran Mohamed… Nos habéis dado tantos buenos momentos, tanto amor y tanto cariño que será imposible olvidaros nunca.
SHUKRAN, LA PRIMERA PALABRA QUE APRENDÍ EN RABAT
LA NIÑA PLANTA (Y COLORÍN COLORADO, LOS CUENTOS DE PRINCESAS SE HAN ACABADO)
Los habitantes de Bujaraloz lo tenían todos muy claro: no se había visto un bebé tan hermoso en siglos, ni niña más linda con el pasar de los años, ni joven más bella cuando acabó el bachiller. Lo que no sabían los lugareños es que “la niña planta”, el mote con el que la habían bautizado y que murmuraban a espaldas de los padres, vivía precisamente cautiva de un don que se estaba convirtiendo en una maldición: ser demasiado guapa. La maravillosa lotería de la genética había escogido los genes de la bisabuela maña, Mari Carmen, y había seleccionado el azul pitufo de sus pupilas y el rubio guiri de su lacia melena. El permanente bronceado era de Ricardo Cazorla, su padre, al que ahora, desde sus dieciocho años, podría ir a ver a Lanzarote cada cuando ella quisiera o, por lo menos, cada cuánto pudiera pues la distancia era mucha. Hasta el día de ayer, su madre, Sagrario Ramos -de quien había heredado la altura y el porte- regulaba el cómo y el dónde de las visitas que se efectuaban en Zaragoza tres veces al año (Navidad, Semana Santa y agosto). Esos imperativos, ese “no poner las cosas fáciles” era la pequeña venganza que Sagrario le infringía a su ex marido por haberla dejado, dos años atrás. Sagrario no vio venir el fatal desenlace de un largo de matrimonio que estimaba debía ser para siempre, tal y como había sermoneado el cura: “en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de tu vida, hasta que la muerte os separe”. Ese mensaje al que ambos habían accedido sin presiones y con mucha fe -ante Dios, la familia y los invitados-, debía ser suficiente garantía para que no hiciera falta ningún cuidado más que los guiara en un matrimonio que debía de durar décadas o bien la eternidad. “Ya está, ya he llegado” pensó la novia. Había conocido a un hombre del que no solo se había enamorado sino que además tenía una profesión “comme il faut” y que además estaba dispuesto a seguirla a miles de kilómetros de su hogar. Conoció al mirlo blanco, unas vacaciones en Lanzarote, veinte años atrás, y después de un par de años de noviazgo se casaron en la Ermita de San Jorge, en plena fiesta mayor del pueblo, un caluroso veintiocho de agosto. Él se trasladó al norte, al frío del invierno y el calor sofocante y sin playa del verano, para trabajar como cirujano en el Hospital de nombre ídem (San Jorge) de Zaragoza. No fue difícil conseguir un puesto gracias a los contactos del padre de Sagrario y al excelente currículum del candidato. Y ni el clima ni la ausencia de mar fueron un problema para que cuarenta y ocho meses después naciera la hermosa niña a la que llamaron Laila en homenaje a su belleza, una harmonía en los rasgos que con los años fue en aumento, proporcionalmente de manera inversa al declive de la lozanía de sus padres. Sagrario y Ricardo que nunca fueron feos, tal vez tampoco extremadamente guapos como Laila, empezaron a envejecer y a perder su juvenil atractivo. “Me gustan tus canas” le susurraba ella en la cama pasando la mano por el vello del pecho de él. “Las arrugas en las comisuras de los labios te dan un aire de mundo” le decía cuando sonreía marcando dos pliegues verticales o “la tripa significa que valoras mis guisos”. Ricardo no contestaba en la misma medida las valoraciones de los cambios físicos de su mujer. Ella también tenía el pelo entreverado de canas. “Me hacen mayor” decía sin que él la desmintiera ni valorara tampoco las visitas mensuales a la peluquería ni al cirujano que, cual prestidigitador, disimulaba las arrugas que surcaban su frente, sus ojos y su boca. Y desde que nació Laila, el vientre pasó de cóncavo a convexo, sin que por ello recibiera ningún cumplido o palabra de consuelo. Lo más, alguna faja en Navidad. Pero Sagrario no vio venir el desenlace porque Ricardo se preocupó mucho de esconder sus sentimientos. No es que el marido rechazara las alabanzas de su mujer, sus atenciones y su devoción, es que no la compensaba de la misma manera porque prodigaba la suya en otros lares. En el Hospital, había conocido a una enfermera con la que llevó una doble vida, tan secreta y tan paralela, que a pesar de los muchos años que duró la relación Sagrario no se enteró. No se enteró de esa manera que no se enteran algunas mujeres: sin querer saber. No hacía falta preguntarse por qué no tenían apenas relaciones desde que nació la niña. “Esas cosas les pasan a todos los matrimonios” reflexionaba consigo misma. Ni valía la pena malpensar cuando pasaba sin ella alguna noche en Madrid, tras acudir a una convención o a la presentación de un medicamento invitado por un laboratorio. “El trabajo de papá es así” informaba a su hija cuando ésta preguntaba. Y Sagrario desoía las habladurías de los mal pensantes con un “qué mala es la envidia” o un “vete tu a saber lo que pasa en casa de los demás”. De haberse planteado que los chismes podían tener algún fundamento, tal vez, pudiera haber atajado antes el doble romance o tal vez, simplemente, su matrimonio hubiera saltado por los aires con muchos años de antelación. Como consorte oficial se conformaba con las migas de su unión: las cenas de lunes a viernes frente al televisor los fines de semana en familia y tres semanas de tediosas vacaciones en verano. Y para paliar la soledad y las ausencias de cariño del presente marido, Sagrario fue volcando su tiempo y su atención en esa niña que se hacía más hermosa a medida que pasaban los años. Laila era su proyecto más exitoso, además de una compañía cercana. Controlaba a su hija mejor que a su marido y Ricardo dejaba que dirigiera a su niña mimada e hiciera de Laila el centro de su vida, porque así él gozaba de más tiempo para su pasión, oculta para los que no querían ver. Sagrario consciente del bien que era la belleza “No se sabe lo que uno posee hasta que lo pierde” aleccionaba a su hija cuando ésta se acicalaba para salir con Martín, el novio “hijo de” que contaba con el beneplácito de los Cazorla-Ramos pues reunía todas las condiciones para estar a la altura de tamaño bellezón: atractivo en lo físico, educación exquisita, presente asegurado y futuro prometedor en la ganadería de su padre. “¿Has pensado ya qué te pondrás el sábado para salir?” “Yergue el porte que las Ramos hemos de lucir nuestra altura” “Demasiado maquillaje hace vulgar” y la instruía con sabios consejos sobre los cuidados para mantenerse estupenda y potenciar sus despampanantes rasgos. Pero Sagrario no se daba cuenta que no hacía falta esforzarse por que Laila fuera la más bella del baile: poseía un don innato, un tesoro que era gratis y que no le había costado ningún esfuerzo. Más le hubiera valido potenciar otros rasgos que su imponente físico dejaban en un segundo plano, pues esos sí necesitaban de atenciones para igualar los parabienes de su rostro perfecto: la confianza en sí misma, en sus defectos y en sus múltiples virtudes; la autoestima por su valía y por su criterio, independiente del de sus progenitores; la seguridad de tener una personalidad y un carácter que debía potenciar; la independencia frente a la dependencia de una familia y de un novio en una unión, a priori, ideal… Así que Laila Cazorla Ramos llegó a los dieciocho años siendo la princesa de papá y el triunfal proyecto de mamá. Pero, esa fecha, supuso un punto de inflexión en su trayectoria vital: por primera vez, era oficialmente libre para tomar decisiones que sólo le afectaban a ella. Y sintió que era su oportunidad para escapar del yugo de la perfección. Lo primero que decidió fue huir de su pueblo para estudiar en Madrid. No importaba tanto el qué –aunque convertirse en periodista para presentar el telenoticias fue siempre una profesión que la madre barajó con ilusión para su hija- sino cuán lejos fuera. Poner tierra de por medio entre Sagrario y Martín, su novio, se le antojaba necesario para respirar. Porque su madre, con sus atenciones e instrucciones constantes la asfixiaba. “Te he comprado un champú nuevo de manzanilla. No uses el del súper que a tu pelo no le va bien.” “Cierra las piernas cuando te sientes, que eso no es de señoritas” y ella, escuchaba su voz incluso estando a solas en el sofá. “Pasta para cenar, nunca, con la pizza de los viernes ya hacemos la excepción semanal, porque si no vas a echar culo”… Y luego estaba Martín, tan pendiente de ella y tan enamorado que a Laila le costaba un esfuerzo ingente estar a la altura de la Diosa que para él era. A pesar de los cuatro años que los separaban y de que se veían poco pues ella estudiaba en el Instituto de un pueblo cercano a Bujaraloz y él Ciencias de la Tecnología y de los Alimentos en la Universidad de Zaragoza -con la finalidad de acabar dirigiendo la ganadería de la familia-, los novios no podían creerse la suerte mutua que tenían por haberse encontrado y enamorado. Lo confirmaba la opinión de Sagrario, que estaba obnubilada con lo buen partido que era ese yerno para su hija, por lo que a menudo le repetía “niña, no dejes escapar a un chico tan majo, que no abundan” y Laila se preguntaba si debía atarlo o marcarlo como a una res para evitar que eso ocurriera y si era normal que un chico “tan majo” la aburriera soberanamente. Y Martín… a Martín le bastaba con la belleza de su novia, con que fuera virgen y con que se dejara magrear un poco. La exhibía orgulloso como se luce el primer bronceado de un día de playa. “Qué guapa estás y que bien te queda ‘esto’ ”, fuera ‘esto’ lo que fuere, exclamaba invariablemente los sábados, cuando la iba a recoger a casa de sus futuros suegros. Sagrario oía el cumplido desde la mecedora del salón y también lo agradecía asintiendo, pues era ella quien acompañaba a su hija en el ocio principal que ambas compartían: las compras. Luego los tórtolos, salían en la moto de él o en el coche de papá y tras dar un paseo hasta el monte, hasta un lugar apartado de los ojos indiscretos cuya ubicación pasaba de los padres a los hijos de Bujaraloz, en un secreto heredado, se paraban para hacer mucho más que comerse a besos. Después, quedaban con la cuadrilla, para ir de tapeo y salir de marcha. Bien es cierto, que en los bares aunque estuviera siempre a su lado y le dedicara frecuentes carantoñas, mucho no hablaban. Nadie le había dicho nunca que su opinión contara, y Laila se mantenía erguida exhibiendo su belleza, que siempre había todos alabado, en un discreto y tedioso segundo plano, como una planta que decora pero con la que no se interactúa. Luego, en la discoteca disfrutaba de su momento de gloria. Ahí estaba en su medio natural. Bailaba bien, gracias a la férrea disciplina de los muchos años de ballet y aunque no lo hubiera hecho, su porte bajo los focos ya era espectáculo suficiente. A las tres, más o menos, cuando los borrachos ya estaban en el punto de esplendor Martín la acompañaba a casa para evitar a los incontrolables -hombres de cacería- a quienes no habían enseñado que a las mujeres se las respeta. Por todo eso, al llegar septiembre y desplazarse a Madrid, la Complutense y la Facultad de Ciencias de la Información se le antojaron un mundo nuevo, como si se hubiera trasladado del Congo a Nueva York. Sólo la residencia de monjas en la que se alojaba, la anclaba a la realidad de un control en los horarios y una férrea disciplina en las obligaciones. Pero las clases, el bar y el campus eran como un hotel de pulserita, todo incluido: diversión, emoción y sobre todo la posibilidad de reinventarse. La primera vez que un profesor le dijo, tras exponer en público su trabajo, que tenía potencial y que debía trabajarlo, fue corriendo a mirarse al espejo por si había algo extraño en su aspecto, que nadie había alabado. Cuando una de sus nuevas amigas le dijo, “espachurradas” ambas en el césped del parque del Retiro, que le gustaba Laila porque tenía una risa contagiosa, no sabe si fue por el efecto de la cachimba o del piropo pero no pudo parar de reír, con una risotada fuerte, sonora y expansiva, sin taparse la boca, ni graduar el volumen y mucho menos sin cerrar las piernas. Y los bocadillos de calamares, la pizza congelada, el tapeo los fines de semana y las cervezas con que acompañaba su nueva dieta mediterránea le sentaban tan bien a su culo como a su paladar. Como consecuencia de esa nueva vida, cuando regresó a casa en Navidad, tras un trimestre en la capital, su madre y Martín no la reconocieron, lo que demostraron cada uno con sus preguntas. “Nena, has engordado, ¿seguro que vigilas lo que comes? ¡No me habías dicho que te has cortado el pelo. En las revistas de sociedad no sale ese corte de media cabeza rapada! ¿Y esas botas militares, son muy chicazo, no? ¿quieres decir que se llevan? Y las perlitas de las orejas, ¿no las habrás perdido?; -preguntó su madre. Continuó con muchas más frases fiscalizadoras que se resumían en lo que Martín, cuando se presentó a verla, le expresó con tono y gesto de reproche “Estás distinta. No pareces tú.” Y que Laila, ya harta, finiquitó con un “Pues claro que soy yo. ¿Quién sino?” – para añadir, dirigiéndose a ambos “Y mamá, el problema es que para gustarte a ti me dejo de gustar yo y eso no puede ser. Y respecto a ti Martín, tal vez he vuelto distinta por fuera, pero soy la misma por dentro. Igual no te habías fijado, pero siempre he estado ahí.” Y dejándolos boquiabiertos concluyó, segura y feliz “Soy la que estaba en el paquete regalo. Solo teníais que desenvolver el papel.” Y colorín colorado, los cuentos de princesas se han acabado.